23-LA PUERTA Y CUESTA DEL LOSAL (II parte)
Explicado lo referente a de la Puerta del Losal en la entrada anterior, paso a describir mis andanzas en este lugar.
Resulta que en tiempos de la dictadura franquista los alcaldes tenían dispuesto que los establecimientos tenían que cumplir con el horario de apertura y cierre, y mantener cerrado los domingos y festivos, y para mirar de que se cumpliera la norma a rajatabla, mandaban a los alguaciles a vigilar por las calles para ver quien no cumplía con la orden. Es por ello que los guardias aparecían en los comercios cuando menos se esperaban y si pillaban abierto, multa que te crió.
Como mi hermana tuvo más de tres décadas una tienda de comestibles en la casa que pega al arco, el público no estaba acostumbrado a esas rigideces y ya se sabe, cualquier hora era buena para comprar lo que hiciera falta. Entonces el comerciante se veía en el compromiso de vender lo que le solicitaran o enemistarse e incluso perder el cliente. Ante esta tesitura, el tendero para no perder la venta, expendía lo solicitado y pedía al cliente que si le paraba un guardia le dijera que venía de recoger la compra a un familiar al que se lo había encargado previamente. Con esa excusa el comerciante se libraba de ser sancionado.
Otro motivo por el que se compraba fuera del horario de apertura era que, al no darle fiado, tenían que esperar hasta tener el dinero. Entonces esperaban hasta que la madre cobrase los capachos que hubiera confeccionado o a que viniera el padre con algún dinero que hubiese ganado en alguna faena o en la venta de cualquier cosa como espárragos, caracoles, cardillos de olla, chumbos, madroños, majoletas, endrinas, mermezes, pajarillos, conejos, candela, espigar, rebuscar garbanzos o aceituna y un sinfín de cosas más en las que se ganaban malamente unas pocas pesetas.
Mi hermana para librarse de que la multaran en domingo, que es cuando más venta había por estar las tiendas del centro cerradas, ideó ponerme a mí de vigilante en el arco y desde allí mirar si venía algún alguacil por arriba o por abajo, y si lo veía iba a comunicárselo. Así, si había alguna clienta, ésta no se marchaba hasta que yo comunicara si el guardia había desaparecido.
Pero una vez sucedió que estaba tan entretenido en el juego, que el alguacil pasó por encima de mí sin que yo me diera cuenta y claro, la pilló in fraganti y multa al canto. ¡No vean cómo se pusieron conmigo mi cuñado y mi hermana!. Je je je.
Y es que aquella misión que me encomendaron era larga y aburrida y yo para amenizarme las horas pues jugaba a las bolas, chapas o a los cromos. También cuando oía a la vecina Rosita en su lavadero, que estaba pegado al arco, la asustaba por la ventana, etc.
Otra vez cometí un acto incívico del que ahora me arrepiento. Este fue grabar con un clavo las iniciales de mi nombre en la pared del arco, y allí están.
También recuerdo que de vez en cuando bajábamos a las alfarerías a pedir un pegote de barro y con él nos dedicábamos a hacer monigotes. Yo no sabía hacer nada, otros hacían algo parecido a santos y uno llamado José Jiménez Ráez sí que lo conseguía.
Otro recuerdo es, que cuando nevaba y helaba los chiquillos nos subíamos a los barrotes de la capilla del arco y cogíamos los carámbanos que se formaban en las tejas de la misma, con la intención de comérnoslos, pues aquellas púas de hielo las chupábamos como si fueran suculentos polos helados.
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