54-JUANA LA LOCA (y 2ª parte)
Cuando emprendieron viaje para residir definitivamente en España, Felipe hubo de meter a escondidas en un barco a un grupo de damas, ya que Juana se negaba a embarcar si lo hacía alguna mujer.
Durante la enfermedad de Felipe, Juana, que estaba embarazada, no se separó de su cabecera. Tras ver morir a su marido, se quedó sumida en un mutismo absoluto, pero no derramó ni una sola lágrima. No conseguían separarla del cadáver. Lo acariciaba, besaba y hablaba como si estuviera vivo. Después de dar orden de enterramiento, la anula y manda que lo lleven a su habitación. Lo coloca en la cama y lo viste de gala. La reina continuaba celosa incluso con su marido muerto, y no permitía que se le acercara ninguna mujer, una vez celebrados los funerales en la Cartuja de Miraflores, Juana se quitó la llave del féretro que llevaba colgada al cuello, mandó abrir la caja, y rasgando las vestiduras besó los pies de su esposo, pasando de ese modo varias horas antes que pudiesen separarla del cadáver, que ya empezaba a oler porque había sido mal embalsamado.
Próximo a la Navidad, la reina partió con gran séquito para Granada llevando el féretro de su esposo. Se viajaba únicamente de noche alumbrados por antorchas, ya que Juana decía: “Una viuda que ha perdido el sol de su alma, no se debe exponer a la claridad del día”. Los porteadores del féretro debían ser renovados frecuentemente, ya que el olor era insoportable. Durante el día descansaban en conventos o monasterios donde celebraban oficios por Felipe. Cuando atravesaban un pueblo, las mujeres tenían prohibido asomarse a las ventanas. En una ocasión, ya instalados en un convento, Juana se dio cuenta que estaba habitado por monjas, y aunque éstas eran de clausura, abandonó el lugar y mandó acampar fuera.
Apenas había traspasado los confines de la provincia de Burgos cuando el 14 de enero dio a luz en Torquemada. Juana no deseaba traer al mundo un hijo al que su marido ya no podía ver. Pasaron los meses y la reina continuaba junto al cadáver de su marido. Por fin, en 1509, el rey Fernando consiguió llevar a su hija a Tordesillas, haciéndola creer que se dirigían a Granada. La reina nunca más salió del castillo de aquella ciudad.
Los últimos años de su vida fueron de un gran sufrimiento físico. La insensibilidad de su cuerpo se fue acentuando cada vez más. Pasaba meses sin cambiarse de ropa, no se lavaba ni dejaba que la aseasen, a veces durante un mes se cambiaba tres veces al día de vestido y dormía con él puesto. Iba sucia y andrajosa. Tuvieron que recurrir a la violencia para lavarla, pero ya era demasiado tarde, todo su cuerpo estaba plagado de llagas y accesos purulentos, tenía las piernas ulceradas, las heridas infestadas, con fiebre y vómitos. Cuando intentaban limpiarla, sus alaridos de dolor eran tan tremendos que tuvieron que dejarla.
Durante sus arrebatos de furia golpeaba a las criadas y a las damas de su servicio. Comía sentada en el suelo, y al terminar, arrojaba la vajilla y los restos de comida detrás de los muebles. Se pasaba los días sin dormir y luego durante otros dos no se movía de la cama. Al final, al igual que su abuela materna, Isabel de Portugal, en los últimos instantes de su vida recobró la lucidez mental. Pidió confesar y mandó que su cuerpo fuese cubierto con el mismo hábito que había llevado su madre y que se le enterrase junto a su marido. La muerte la liberó de sus sufrimientos a la edad de setenta y cinco años, habiendo estado encerrada desde los veintinueve. ¡Casi medio siglo de reclusión!
Juan Gabriel Barranco Delgado
Úbeda, Reino de Jaén a 9 de mayo del año 2019
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